Hoy os hablaremos de un intelectual, un místico, filósofo, filántropo, astrónomo, poeta, escritor, alguien con el don de la elocuencia y con una gran sagacidad subversiva, lo que le permitió comprender muy bien lo que estaba haciendo. Como muy bien decía, «aprender es el medio que tiene la naturaleza humana para acercarse, poco a poco, a la perfección». Sin duda, tenemos ante nosotros a uno de los más grandes sabios del siglo XVI.

La conferencia Giordano Bruno: amor y entusiasmo infinito estuvo a cargo de Carolina Arenas, voluntaria de Nueva Acrópolis Sabadell e internacionalista especializada en cultura de la paz y transformación pacífica de conflictos. Cabe decir que la ponente ejecutó una brillantísima exposición sobre este gran —como él mismo se presentaba— rebelde liberador del pensamiento y de la humanidad, concebido a través de la restauración, la regeneración del individuo y del cosmos a través de la filosofía. Él liberó el ánimo humano y el conocimiento, presentando un universo infinito como un poderoso atrevimiento.

A pesar de que en una hora de tiempo es imposible explicar la grandeza de este ser tan multifacético y lleno de valor, sí pudimos vivir una pequeña aproximación a su mundo a través de sus ideas, como un juego artístico de la memoria y la imaginación, y así descubrir la maravilla del infinito universo, de su infinito amor y entusiasmo.

Ahora nos vamos a ubicar un poco en lo que fue su vida…

De nombre Filippo Bruno Savolino, nació en Nola, un pequeño pueblo al sur de Italia muy cerca del Vesubio, en el año 1548; de ahí que fuese conocido como Giordano Bruno Nolano. Ya desde muy pequeño mostró una gran inquietud y energía, que volcó hacia un gran interés por aprender todo lo que estuviese a su alcance, y curiosamente lo hizo contemplando la naturaleza de su entorno. Era un ser que amaba la libertad, una libertad que defendió durante toda su vida tanto para sí mismo como para toda la humanidad. Amó mucho a su madre, quien le enseñó a leer, y tuvo la gran suerte de que ella lo apoyara y acompañara en sus pequeñas travesuras, como cuando se escapaba de casa para tumbarse en la hierba o para subir a las torres del pueblo, desde donde contemplaba y admiraba lo que sería la inspiración de sus días y de su alma, la maravillas y la belleza del cielo estrellado, ese cielo que tanto amó.

También sabemos que ingresó en la Orden de los Dominicos, en San Domenico Maggiore, de Nápoles, donde revisó y estudió las obras de importantes filósofos clásicos y los actuales de su época, así como sus doctrinas, entre ellos Paracelso, san Agustín, Tomás de Aquino o Nicolás de Cusa. Y aunque reconoció repetidamente que en un convento no conseguiría necesariamente la felicidad, sabía que al menos entre libros alcanzaría la perfección buscada. «Antes de acatar los votos solemnes o perpetuos, siempre podré pedir una prórroga para seguir estudiando» (G. Bruno).

Bruno estudió apasionadamente las enseñanzas de los antiguos, ya que no solo había descubierto el pensamiento copernicano, sino que también emprendió sus propios experimentos de pensamiento, con criterios muy fuertes e innovadores, a los que nunca les puso freno ni se guardó para él sus convicciones. Como gran humanista que era, poseía unas enormes ansias de saber y un inusitado entusiasmo por el conocimiento. Hizo de la filosofía una pasión vital. También emprendió numerosos viajes por Europa visitando Roma, Génova, Turín, Venecia, Padua y Milán, y, de esta manera, entabló contacto con numerosos filósofos, pensadores y poetas, incluso con las cortes de reyes como el rey Enrique III y la reina Isabel, e impartió enseñanzas en importantes centros académicos en Suiza, Francia, Gran Bretaña y Alemania.

Como prolífico escritor que fue, dadas las circunstancias extremas que tuvo que atravesar, destacan entre sus obras: Del infinito universo y los mundos, La cena del Miércoles de Ceniza, La expulsión de la bestia triunfante, De los heroicos furores, De los vínculos en general y Las sombras de las ideas.

Como buen renacentista que era, vivió una gran época de revolución cultural que dio un gran impulso al conocimiento, un volver a dar vida a los ideales, a la libertad, a un renacer en las capacidades humanas que buscaban plasmar belleza en todas sus expresiones. Todo ello le supuso la inspiración perfecta para poder desarrollar los valores humanos con una energía palpitante de un futuro prometedor, un futuro más bello, más bueno, más justo y verdadero. Como “surcador de los cielos”, término que él mismo se adjudicó, franqueó las murallas del mundo con la fuerza de su imaginación para acceder al universo infinito, que presentaba de manera que alcanzase a todo aquel que quisiera aprender y anhelase un poco de sabiduría, por encima de la persecución y miedos que aquejaban a los pueblos en esa época. Una propuesta filosófica emancipadora que enriquecía y confería nuevas capacidades a las personas. Bruno, con su inmensa inquietud y curiosidad, se preguntaba: si el poder, la bondad o la inteligencia cósmica que ha creado todo cuanto existe es infinito, entonces sus expresiones, sus manifestaciones, ¿también tienen que ser infinitas? Él cree profundamente en un universo infinito capaz de albergar infinitos soles e infinitos mundos. Y afirma: cada individuo, cada elemento de ese universo infinito puede comprender a esa naturaleza superior, esa sabiduría o inteligencia cósmica que todo lo gobierna. Y mejor aún, cada ser puede llegar a servirse de ese poder para crear un mundo infinitamente mejor. Por eso, guardó siempre un ansia, un impulso saludable de rebelión, un gusto por la búsqueda de la verdad, y por ello defendió el derecho de todos los seres humanos a pensar como quisieran.

Toda esta visión mística y artística del infinito se apoyaba en el camino de la vivencia del filósofo, y por ello, para Bruno la filosofía era el conocimiento demostrativo que conoce la estructura profunda de la naturaleza y que, a través de ella, conoce la divinidad, la cual se expresa o manifiesta en efectos cuya producción es en sí misma la naturaleza infinita y eterna. De ahí que rompiese abruptamente con todo lo mediocre para alcanzar con serenidad la belleza del infinito materializado en el cielo estrellado.

Y así es como inspiró toda una doctrina, un tratado filosófico de universalidad, sobre la que el filósofo alemán Ernst Cassirer dijo: «Dicha doctrina supuso el primer y decisivo paso hacia la autoliberación del hombre, pues el hombre ya no vive confinado por los estrechos muros de un universo físico finito». Y Bruno nos ofrece unos recursos para inventar o reescribir el mundo a través de la imaginación y la memoria, vehículos que nos permitirán remontarnos a las alturas luminosas del cielo para fundir la materia, la forma, con el alma del universo, con ese principio de la naturaleza inteligente que mueve, organiza e ilumina todo cuanto existe. Memoria como arte, como proceso y método que nos conecta de modo temporal como reflejo del entendimiento universal infinito y atemporal; e imaginación como vehículo del alma y del entendimiento, de la luz y la vida, un poderoso motor para la reforma del entendimiento que pueda proyectar moralmente en nosotros, a favor de esa luz del entendimiento superior que nos gobierna y de la que formamos parte. Y es así como el vínculo, el encuentro que esto produce de lo inferior con lo superior supone la maravilla de la creación heroica.

«Lo único que realmente es lugar es el vacío infinito, que es nada, no porque no contenga nada sino porque es nada en cuanto nada llega a definirlo, nada llega a colmarlo, a imitarlo» (Giordano Bruno).

Bruno es ese gran entusiasta que nos eleva a base de hacernos ver que cuando el entusiasmo se instala en nuestro corazón se produce una exaltación del ánimo. Y cuando nos entusiasmamos por esa belleza y luminosidad del universo infinito, conectamos con el sentido de la vida y nos hace permanecer alegres ante la adversidad, nos hace buscar la sabiduría para mejorarnos como personas y ser útiles a ese propósito de construir un mundo más bueno, más bello, más justo y mejor.

Entusiasmarse no es olvido, sino todo lo contrario; entusiasmarse es el recuerdo del alma. El que se entusiasma recuerda, de re-cordis: ‘volver a pasar por el corazón’; se eleva al amor heroico que nos da la posibilidad de realizar los más altos sueños y dar grandeza a las cosas amadas.

Cuando el alma recuerda, despierta hacia ese entendimiento universal la sabiduría y la belleza.

Bruno tuvo una vida llena de dificultades y persecuciones, que lo llevaron a ser juzgado por el tribunal de la Inquisición y condenado por hereje, siendo llevado a la pira el 17 de febrero de 1600. Un acto que puso fin a su vida pero no a sus ideas. El mayor acto de justicia que podemos hacer, 421 años después, es recordarlo y revivir sus nobles ideas con la fortaleza de nuestras acciones. Acciones direccionadas a desarrollar valores y a aportar valor a la sociedad, una sociedad que tanto lo necesita. Él vivió enamorado del anhelo de los sabios, que insistieron sin descanso en la «harmonia mundi» a favor de la «priscasapientia», la unión de todo el conocimiento, la reunión y la armonía de los contrarios.

Nuestra lucha como filósofos es una lucha reivindicativa de la sabiduría, potenciada con entusiasmo y esfuerzo por superación, por la conquista de la dignidad humana y la libertad de pensamiento que busca unirse a la luz del conocimiento superior, el entendimiento universal. Defendamos un mundo más libre, más integrador, más bueno, bondadoso y justo. Plasmemos esa harmonia mundi que él pretendió en beneficio de la unidad, del bien, de los eternos ideales del cielo en la tierra.

«Los hombres excepcionales, heroicos y divinos superan las dificultades del camino y arrancan una palma inmortal de la necesidad. Tal vez no llegues a alcanzar tu meta, pero aun así corre la carrera. Invierte tus fuerzas en tal empresa. Sigue luchando con tu último aliento» (G. Bruno, La cena del Miércoles de Ceniza).